- Fermín - le corté -. ¿De qué demonios está usted hablando?
- De su novia.
- Yo no tengo novia, Fermín.
- Bueno, ahora ustedes los jóvenes a eso lo llaman cualquier cosa, "güirlifrend" o...
- Fermín, rebobine. ¿De qué está hablando?
Fermín Romero de Torres me miró desconcertado, juntando los dedos de una mano y gesticulando al uso siciliano.
- A ver. Esta tarde, hará cosa de una hora o hora y media, una señorita de bandera pasó por aquí y preguntó por usted. Su padre de usted y servidor estábamos de cuerpo presente y le puedo asegurar sin lugar a dudas que la muchacha no tenía las pintas de ser un aparecido. Le podría describir a usted hasta el olor. A lavanda, pero más dulce. Como un bollito recién hecho.
- ¿Dijo acaso el bollito que era mi novia?
- Así, con todas las palabras no, pero sonrió como de refilón, ya sabe usted, y dijo que le esperaba el viernes por la tarde. Nosotros nos limitamos a sumar dos y dos.
- Bea... - murmuré yo.
- Ergo, existe - apuntó Fermín, aliviado.
- Sí, pero no es mi novia - dije.
- Pues no sé a qué está usted esperando.
- Es la hermana de Tomás Aguilar.
- ¿Su amigo el inventor?
Asentí.
- Razón de más. Ni que fuese la hermana de Gil Robles, óigame; porque está bueníssima. Yo, en su lugar, estaría a la que salta.
- Bea ya tiene novio. Un alférez que está haciendo el servicio.
Fermín suspiró, irritado.
- Ah, el ejército, lacra y reducto tribal del gremialismo simiesco. Mejor, porque así puede usted ponerle la cornamenta sin remordimientos.
- Delira usted, Fermín. Bea se va a casar cuando el alférez termine el servicio.
Fermín me sonrió, ladino.
- Pues mire usted por dónde, a mí me da como que no, que ésa no se casa.
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