-- El señor Sempere y yo fuimos amigos durante casi cuarenta años, y en todo ese tiempo sólo hablamos de Dios y los misterios de la vida en una ocasión. Casi nadie lo sabe, pero el amigo Sempere no había pisado una iglesia desde el funeral de su esposa Diana, a cuyo lado le acompañamos hoy para que yazcan el uno junto al otro para siempre. Quizá por eso todos le tomaban por un ateo, pero él era un hombre de fe. Creía en sus amigos, en la verdad de las cosas y en algo a lo que no se atrevía a poner nombre ni cara porque decía que para eso estábamos los curas. El señor Sempere creía que todos formábamos parte de algo, y que al dejar este mundo nuestros recuerdos y nuestros anhelos no se perdían, sino que pasaban a ser los recuerdos y anhelos de quienes venían ocupar nuestro lugar. No sabía si habíamos creado a Dios a nuestra imagen y semejanza o si él nos había creado a nosotros sin saber muy bien lo que hacía. Creía que Dios, o lo que fuese que nos había traído aquí, vivía en cada una de nuestras acciones, en cada una de nuestras palabras, y se manifestaba en todo aquello que nos hacía ser algo más que simples figuras de barro. El señor Sempere creía que Dios vivía un poco, o mucho, en los libros y por eso dedicó su vida a compartirlos, a protegerlos y a asegurarse de que sus páginas, como nuestros recuerdos y nuestros anhelos, no se perdieran jamás, porque creía, y me hizo creer a mí también, que mientras quedase una sola persona en el mundo capaz de leerlos y vivirlos, habría un pedazo de Dios o de vida. Sé que a mi amigo no le hubiese gustado que nos despidiésemos de él con oraciones y cantos. Sé que le hubiese bastado con saber que sus amigos, tantos como hoy han venido aquí a despedirle, nunca le olvidarían. No me cabe duda de que el Señor, aunque el viejo Sempere no se lo esperaba, acogerá a su lado a nuestro querido amigo y sé que vivirá para siempre en los corazones de todos los que estamos aquí, de todos los que algún día descubrieron la magia de los libros gracias a él y de todos los que, incluso sin conocerle, algún día cruzarán las puertas de su pequeña librería, donde, como a él le gustaba decir, la historia acaba de empezar. Descanse en paz, amigo Sempere, y que Dios nos dé a todos la oportunidad de honrar su recuerdo y agradecer el privilegio de haberle conocido.
pp. 494-5
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